Cuarenta y seis horas antes de que Rüdiger Koch fuera reconocido oficialmente con el Récord Guinness de mayor tiempo de vida en un hábitat submarino fijo, hice un viaje de 15 minutos en lancha desde el puerto Linton Bay Marina, en el centro-norte de Panamá, para visitarlo. Era una calurosa tarde de enero, y Koch estaba cerca de pasar 120 días completos trabajando, comiendo, durmiendo, bebiendo y fumando puros en una habitación ubicada a 11 metros bajo la superficie del Caribe.
Su hábitat de 28 metros cuadrados estaba dentro de la cámara de flotabilidad submarina que ayuda a estabilizar una casa flotante llamada SeaPod Alpha Deep. Un guardia de seguridad armado estaba en la parte de la estructura situada sobre el agua, vigilando a Koch y asegurándose de que la cápsula no tuviera “ningún visitante que no quisiéramos”. Cuando llegó mi bote, tiró un cable y me subió. Luego bajé por una escalera de caracol de 63 peldaños hasta la cámara circular inferior, lo que fue un proceso vertiginoso porque el SeaPod se mecía con el ruidoso chapoteo del mar. Me recibió un radiante Koch, un ingeniero alemán calvo de 59 años con barba blanquecina y barriga de Buda.
Me hizo una visita guiada, señalándome un banco de sardinas que podía verse por un ojo de buey. El camarote estaba equipado con una cama, una bicicleta estática, internet de Starlink y un retrete seco. En la pared, un reloj digital marcaba la cuenta regresiva hacia su objetivo de 120 días. (El récord anterior era de 100 días, establecido en 2023 por Joseph Dituri en el Jules’ Undersea Lodge, frente a la costa de Key Largo, Florida). “La verdad es que lo he disfrutado mucho”, dijo Koch con su marcado acento alemán, con el rostro azul verdoso por la luz que entraba. “Esto es lo que la gente no entiende en absoluto. Piensan que me siento como un prisionero y que estoy poniendo marcas en la pared. Mi comida es excelente, mi bebida es excelente”. Una persona pasaba a limpiar a diario.
En parte, Koch llegó aquí a través de una organización sin fines de lucro con sede en San Francisco llamada The Seasteading Institute, que promueve “vivir en islas flotantes restauradoras del medioambiente con cierto grado de autonomía política”. Joe Quirk, presidente del instituto y “evangelista de los mares”, dijo en una entrevista con la revista Guernica que su visión es la de “sociedades emergentes en las que la gente pueda formar el tipo de comunidad que desee”, un mundo de inspiración libertaria en el que, según se dice, podrías “votar con tu barco”, trasladándote a una comunidad afín a tus opiniones.
El concepto cautivó la imaginación de la gente mucho antes de que tuviera un nombre. En 1895, Julio Verne publicó La isla de hélice, una novela sobre una isla artificial en movimiento habitada por millonarios. En la década de 1960 ya se hacían intentos reales: el hermano de Ernest Hemingway, Leicester, fundó la República de la Nueva Atlántida, una balsa de bambú anclada a unos 10 kilómetros de la costa de Jamaica (el agua la arrasó). Todavía existe el Principado de Sealand, fundado en 1967 en una plataforma antiaérea en desuso a 11 kilómetros de la costa del Reino Unido. El inventor R. Buckminster Fuller ayudó a diseñar una metrópolis flotante llamada Ciudad Tetraedro; el financiero del proyecto murió, y se abandonaron los planes para construirla.
Koch dedicó su carrera a la ingeniería aeroespacial; también es un creyente e inversionista “a largo plazo” en bitcoines. Ahora su tiempo lo ocupa Ocean Builders, la empresa que ha instalado tres SeaPods que utilizan energía solar, de distintos diseños, cerca de la marina de Linton Bay. Se trata de una asociación entre Koch y otros dos hombres ricos independientes: Chad Elwartowski, un estadounidense entusiasta del bitcoin, y Grant Romundt, un emprendedor tecnológico canadiense en una “travesía de salud antienvejecimiento”.
Koch y Elwartowski se contactaron por primera vez a través de un foro de mensajes afiliado al Instituto Seasteading. Ocean Builders subraya que no es un proyecto de seasteading o construcción de habitaciones en el mar (ofrece “soluciones de vivienda ecológicas”), pero Koch compara el movimiento de seasteading con la frontera estadounidense y su “profundo efecto” en la sociedad. “En las clases de historia aprendemos mucho sobre el ascenso de los plebeyos, como si hubiera ocurrido de algún modo”, me dijo. “Pero no ocurrió de algún modo. Ocurrió porque los aristócratas de Europa tuvieron que flexibilizar las cosas, porque si no la gente simplemente se iba a ir al Nuevo Mundo”.
Dijo que, la sociedad moderna, se había estancado. Pero si vivir en el mar, o en el espacio, se convirtiera en una opción realista, “entonces las clases dirigentes tendrían que pensar qué hacer para que sus países fueran más atractivos”.
La historia del seasteading está plagada de representaciones de aspecto atractivo que nunca llegaron a ser, de lugares con nombres como Oceania y Nueva Utopía. “Muchos seasteaders se encuentran en el paso 0,5: solo son unos sujetos en chats grupales que piensan: ‘Oh, sería genial si pudiéramos vivir en el océano’”, dice el cineasta británico Oswald Horowitz, que está trabajando en un documental sobre el empresario italiano Samuele Landi, un fugitivo de la ley que logró vivir 13 meses en una barcaza de 725 toneladas antes de que una ola rebelde impactara la embarcación frente a la costa de Dubái y lo matara.
El Instituto Seasteading —fundado en 2008 por Wayne Gramlich y Patri Friedman, y puesto en marcha con medio millón de dólares del multimillonario Peter Thiel— es una de las pocas organizaciones que esperan cambiar esta situación. Algunos han criticado la inclinación libertaria del movimiento y lo ha calificado como un vanidoso proyecto de los ricos; Peter Newman, profesor australiano de sostenibilidad, llegó a describir un proyecto propuesto como “apartheid de la peor clase”, un sueño en el que los ricos pueden trasladarse a futuristas aldeas oceánicas y “despreciar al resto del mundo”. El hecho de que Thiel, el monstruo de los cuentos para la izquierda, esté tan bien asociado a la idea (a pesar de que aparentemente sus ánimos con ella se hayan enfriado) es visto como un quebradero de cabeza de relaciones públicas por empresas como Ocean Builders, que se promociona como un negocio de estilo de vida, no como un proyecto ideológico.
En Panamá, Elwartowski expresó su irritación cuando el nombre de Thiel surgió en la conversación. “Se compró dos décadas de asociación con el seasteading con 500.000 dólares”, dijo. “Creo que muchos de estos multimillonarios (como con Musk y Marte) deben tener esta cosa asociada a ellos para parecer interesantes”. Señaló que los SeaPods estaban registrados como casas flotantes, no como el inicio de una comunidad de enclaves autogobernados en el mar. “Somos tan interesantes como esos veleros en los que la gente vive a diario”, dijo, refiriéndose a la marina circundante. “Nadie les pregunta a esos tipos: ‘¿Adónde va la caca?’”.
Ocean Builders saltó a los titulares internacionales por primera vez en 2019, cuando Elwartowski y su futura esposa, Nadia, de nacionalidad tailandesa, se instalaron a tiempo parcial en una cabaña octogonal de 23 metros cuadrados diseñada por Koch (se le llamó XLII, en referencia al número 42 de La guía del autoestopista galáctico de Douglas Adams). La estructura estaba anclada fuera de las aguas territoriales de Tailandia, a unos 22 kilómetros de la costa. En un video en línea que documentaba el montaje del mástil de 19 metros de altura que sostenía la cabina, Elwartowski ofreció un mensaje: “Para todos aquellos que quieren controlar la vida de las personas mediante la fuerza, aquí está mi dedo medio. Ya saben por dónde se lo pueden meter”.
La vida parecía dichosa para Chad y Nadia en su camarote de mar, durante un tiempo. “Es muy evidente que las autoridades tailandesas son muy perezosas, y dábamos por sentado que Tailandia nunca enviaría a nadie tan lejos”, me dijo Chad. Pero esto era arrogancia. Al cabo de unos meses, los militares tailandeses expresaron su preocupación por la seguridad nacional, acusando a la pareja de intentar crear un Estado independiente. (“No intentábamos crear una nación”, recalcó Chad). La pareja estaba en tierra en Phuket cuando les avisaron que podían estar en peligro legal. Entonces decidieron huir en un velero junto con Koch.
Los funcionarios tailandeses remolcaron su enclave hasta la orilla. Mientras se desarrollaba el drama, Romundt asistió por casualidad a una conferencia en Singapur, país que no tiene un acuerdo de extradición con Tailandia; se las arregló para conseguir la documentación de entrada para sus amigos, alquilar una lancha rápida y salir a toda prisa hacia su embarcación justo antes de que las autoridades singapurenses la abordaran. Los Elwartowski ahora viven en un “aburrido” suburbio de Indianápolis con sus dos hijos pequeños.
El día antes de reunirme con Koch bajo el mar, tomé un barco para visitar a Romundt en el SeaPod Alpha Blue, que hace valer el enfoque de empresa de estilo de vida. Combina el encanto de un lujoso condominio de Manhattan con vistas de 360 grados de la bahía y las islas circundantes. Tiene una cama inteligente, una ducha inteligente, un inodoro inteligente y el “ordenador líquido” de Ocean Builders, una computadora personal sumergida en aceite no conductor para protegerla del corrosivo aire marino. Puedes ver Netflix en una televisión de 43 pulgadas montada en la pared; cuando estuve allí, la empresa estaba probando un dron para hacer entregas de comida desde la marina.
Romundt vive en SeaPod Alpha Blue más o menos a tiempo completo. No le gusta mucho ir a la costa, lo que hace, a regañadientes, mediante recogida en barco o en Sea-Doo, una moto acuática. “En mi opinión, vivir en tierra firme es vivir en el gueto”, bromeó mientras me enseñaba el interior de 85 metros cuadrados de la cápsula que se mecía suavemente. Dijo que la construcción del primer prototipo de SeaPod costó unos 6 millones de dólares, pero que Ocean Builders esperaba bajar el precio hasta 1,2 millones de dólares.
Romundt, de aspecto juvenil a sus 50 años, estaba descalzo y lucía una camiseta sin mangas y unos pantalones holgados de algodón y lino. Me habló de su infancia en Toronto, hijo de inmigrantes de Alemania y Guyana, un chico tímido y estudiante desmotivado cuya vida daría varios giros interesantes: dirigir un negocio de parapente, dedicarse a bailar salsa de forma recreativa, dirigir una exitosa empresa online para peluqueros. Tras pasar años padeciendo sarcoidosis, una enfermedad inflamatoria a veces crónica, sintió que se acercaba el final de su vida, afirmó. Mientras las lágrimas corrían por su rostro, dijo que tras darse cuenta de su situación “cada célula de mi cuerpo cobró vida y dijo: ‘Elijo vivir’”. Cuando su estado mejoró, sintió que se le había concedido una segunda oportunidad, y estaba decidido a aprovecharla. En 2016, reservó una casa flotante Airbnb en un puerto deportivo de Toronto y se enamoró de ese estilo de vida.
Nos dirigimos al tejado, donde Romundt, que suele hacer dieta de “una comida al día” y tomar suplementos para la longevidad, medita todas las noches. Señaló la nave de Koch, localizada a un kilómetro y medio al noreste. La empresa tenía previsto convertirla en una instalación de restauración marina y estudio científico. “La forma en que hicimos las cosas en tierra estuvo realmente mal”, dijo. “Estamos destruyendo cosas a diestro y siniestro, y aquí tenemos la oportunidad de hacerlo bien”.
Cuando visité a Koch, mostró un tono igualmente esperanzador. “Soy positivo respecto al futuro”, dijo. “Esto no es un estúpido [improperio] para un par de multimillonarios. Esto no es algo como Elysium”. Se refería a la película, de Neill Blomkamp, en la que el 1 por ciento de la población órbita alrededor de una Tierra en ruinas en una resbaladiza estación espacial. “Puede ser la realidad para todos nosotros”.
Finalmente, el tema se dirigió a su guardia armado de arriba. “Esta es una zona peligrosa”, dijo Koch. También le preocupaba (incluso en Panamá) el gobierno tailandés. En 2023, The Financial Times informó que un Koch “profundamente paranoico” había acordado pagarle a un investigador privado sudafricano, Kobus Steyn, el equivalente a 500.000 dólares en criptomonedas para que asesinara a un oficial de la marina tailandesa, Sittiporn Maskasem, a quien Koch culpaba del embargo de su anterior propiedad marina. En las comunicaciones con Steyn, el artículo informaba que “Koch meditaba sobre encarcelar, torturar e incluso ejecutar a quienes pudieran haberse interpuesto en su metastásico deseo de venganza”.
Cuando saqué a colación el artículo, Koch describió a Steyn como un contratista “descontento” al que en realidad había contratado para investigar la presunta prevaricación de un petrolero tailandés que, según dijo, se encontraba en aguas próximas al XLII. Le pregunté por las acusaciones de sicariato. “¿Qué se supone que va a hacer, matar al gobierno tailandés uno por uno?”, respondió Koch secamente. “Admito que a veces me hubiera gustado”, añadió riendo. (Más tarde, un representante de Koch negó “inequívocamente” que hubiera contratado a Steyn, o a cualquier otra persona, para cualquier forma de violencia o represalia). Cuando me puse en contacto con Steyn, dijo que las comunicaciones que compartió con The Financial Times hablaban por sí solas, y describió a Koch como un “individuo peligroso e inestable”. “Nunca me contrató como asesino a sueldo”, dijo Steyn por correo electrónico. Y luego añadió: “Pero si afirma que nunca esperó que yo actuara como tal, miente”.
Koch admitió que su supuesta paranoia “no era inventada”. En ese momento, sin embargo, estaba de muy buen humor. En el punto álgido de la pandemia, él, Romundt y Elwartowski compraron un crucero a precio de ganga, con la intención de anclarlo permanentemente frente a la costa de Panamá; cuando los costos y las regulaciones marítimas hicieron que abandonaran ese plan, internet reaccionó con titulares como “Unos tipos de bitcoin compran un crucero para una cripto utopía, e inmediatamente lo estropean todo”. Minutos antes de mi llegada, Koch me dijo que por fin había resuelto los cabos legales sueltos relacionados con la venta del barco. Al final de la conversación, volvió a insistir en que había pasado una agradable estancia en su dominio submarino. “No pude subir, y mi retrete apesta”, dijo. “Aparte de eso, no tengo motivos para quejarme”.
Poco después del mediodía del viernes 24 de enero, Koch observó atentamente cómo los LED azules de su reloj de cuenta atrás empezaban a parpadear una larga serie de ceros. Levantó los puños en señal de triunfo y soltó un grito a lo Schwarzenegger: “¡Lo hemos conseguido!”. Bombeó un brazo como si acabara de hacer un strike, soltó una carcajada y abrazó a Romundt. Vestido con una camiseta promocional y unos pantalones cortos, se dirigió al nivel superior de la cápsula y dio un espectacular salto desde el lateral, chapoteando en el agua caliente a 5 metros de profundidad.
El récord, cubierto por medios de comunicación de todo el mundo, fue un éxito de relaciones públicas para Ocean Builders. En una ceremonia celebrada en el cercano puerto deportivo, un Koch recién duchado (tuvo que utilizar un cubo y una toallita en su habitación submarina) reconoció que algunas personas podrían considerar lo que hacía su empresa como “solo el capricho de unas pocas personas con demasiado dinero en sus manos”. Pero Ocean Builders sostiene lo contrario. Romundt anunció que la empresa había sido contratada para construir 20 SeaPods ecológicos para rodear una ciudad flotante proyectada en las Maldivas; en la representación, parece una Venecia en Technicolor.
Le pregunté a Koch qué sentía al salir de su cámara tras 120 días. “Fue como despertar”, dijo. “Ahí abajo hay una especie de mundo de ensueño”. Las noches eran a la vez tranquilas y ruidosas, cortesía de criaturas como el camarón pistola, cuyas pinzas crean fuertes chasquidos. “A veces me quedo despierto y me limito a escuchar”, dijo. “El drama darwiniano continúa afuera”. Hizo una pausa. “Estás hablando con un ingeniero”, dijo. “Probablemente tengamos que poner un poeta ahí abajo”.
Esa noche, tras cenar con unos amigos en tierra, Koch tomó un bote de vuelta al SeaPod Alfa. Esta vez, se quedó arriba.