Durante el siglo XIX y principios del XX, se impuso la costumbre de hacer fotografías póstumas a algunos seres queridos, especialmente niños. La labor del fotógrafo consistía en maquillar el cadáver, preparar el escenario e inmortalizar en blanco y negro lo que un día fue un ser. Algunas de esas fotos mostraban al difunto en una posición creíble, como si durmiera, pero otras más intentaban darle el aspecto de seguir vivo, con los ojos abiertos, y en ocasiones rodeado de hermanos o padres, como una instantánea familiar en la que la muerte no estaba presente.
Esas últimas tomas, en mi opinión, son las más tétricas, esas en las que unos niños saludables se sentaban al lado del hermano muerto o al fallecido se le decoraba de tal forma que la instantánea pretendía inmortalizarlo como si aún viviera. Por mucho que los fotógrafos se esforzaran, y algunos lograban pequeñas obras de arte, siento un vacío escalofriante al contemplar esos ojos apagados, mirando a la cámara pero sin ver.
En la actualidad, esa práctica se está volviendo a imponer. Fotos y vídeos de bebés muertos al nacer, incluso de no-natos y niños pequeños constituyen para las familias una memoria gráfica de esas cortas existencias. Poseer un recuerdo de un ser al que se amó parece perfectamente comprensible y natural pero, en mi opinión, es mejor tomar esa fotografía póstuma tal y como estaba el cadáver. Lo otro, lo de decorar el escenario, abrirle los ojos y tratar de dar el difunto una apariencia viva me produce una sensación realmente tétrica. Pero eso, claro está, es sólo mi punto de vista.